No hay emociones equivocadas
Al final del artículo de la semana pasada escribí que no hay sentimientos equivocados. Esta línea resonó en muchos de ustedes, e incluso algunos enviaron comentarios al respecto, así que, antes de seguir, quiero darles las gracias por leerme y compartir conmigo sus inquietudes. Me siento cada día más agradecida con la comunidad de bienestar que hemos formado.
Ahora, ¿a qué me refería con esas palabras?
Parte de nuestra cultura y la influencia social han normalizado que disfracemos nuestros sentimientos porque existe la idea de que mostrarnos vulnerables nos pone en desventaja; creemos que dicha vulnerabilidad nos hace vernos débiles, lo cual nos convierte en un blanco fácil.
Una de las primeras cosas que enfrentamos al adquirir conciencia de nuestro lado vulnerable es la imagen que tenemos de nosotros mismos. Curiosamente, la primera persona a la que sientes que estás “defraudando” es a ti mismo; esto se debe a que muchos de nosotros crecimos con la creencia de que algunos sentimientos están prohibidos o que deben ser limitados, y eso se acentúa aún más al querer “actuar como adultos”. Bajo esta premisa, parte de crecer involucra que no puedas expresar tus emociones debido a afirmaciones como: “los chicos no lloran” o “una buena niña no puede decir, hacer, o sentir esto o aquello”. En consecuencia, estas ideas están más que tatuadas en nuestro ser.
Entonces, ¿qué sucede cuando lo más normal en la vida es enfrentar situaciones complicadas? Terminar con tu pareja, tener miedo de perder tu trabajo, o que tu hijo adolescente te esté volviendo loco son cosas que forman parte de nuestra vida, pero, de cierta forma, hemos perdido la capacidad de sentir nuestras emociones. Las emociones son energía en movimiento y, en su estado óptimo, están diseñadas para fluir; lo que pasa es que ya no sabemos cómo relacionarnos con ellas para de ahí trabajarlas.
Aprender a sentir nuestras emociones sin juzgarlas o querer justificarlas es un trabajo extenso, así que no pienses que será algo que sucederá de un día para otro; mucho menos creas que volverte consciente de ellas significa que nunca más las volverás a sentir. No, esto no funciona así.
Reitero que no hay sentimientos equivocados. Si una situación te detona una emoción, ¡siéntela! Y, si puedes identificarla, llámala por su nombre.
• “Me da miedo perder mi trabajo porque eso me hace sentir que no soy lo suficientemente bueno en él” —independientemente de cuál sea la causa o si te gusta o no ese trabajo.
• “Terminé con mi pareja y me siento triste porque para mí esto es una derrota; porque yo pensaba que esta persona era la adecuada para mí”—independientemente de si lo era o no.
Normalmente, tendemos a juzgar las emociones (clasificándolas como buenas o malas) o justificarnos, (con nosotros mismos o con los demás). Compartimos lo que pensamos y vamos “justificando” nuestras acciones según lo que es socialmente aceptable, o lo que nos hace quedar “mejor parados”. Como consecuencia, te culpas a ti mismo, no te sientes apreciado y te guardas las emociones que la situación detona en ti.
Un ejemplo es cuando decimos algo como: “no debería estar triste porque esto realmente no era bueno para mí”. De esta manera, estás rechazando tus sentimientos y calificándolos como malos.
Muchas veces, la tristeza y el rechazo son emociones que no queremos sentir por miedo a parecer débiles, patéticos o demasiado sensibles. Pensamos que debemos "ponernos las pilas" y ser fuertes. Sin embargo, envolver tu dolor y negar su existencia no quita dicho dolor. En todo caso, se hace más fuerte.
La tristeza simplemente significa que estás triste.
Cuando el miedo forma parte de las emociones que sentimos, a menudo respondemos de una de dos maneras: con silencio o con rabia. Podemos arremeter —"¡esto es una locura!", "es culpa de Juan que estemos en este lío" u "odio este trabajo de todos modos"— o simplemente podemos cerrarnos y “tragarnos” nuestros sentimientos. Elegimos estas expresiones porque nos resistimos a nuestro verdadero sentimiento: el miedo.
Cuando nos distanciamos de la emoción del miedo, ya sea disfrazándola o ignorándola, pensamos que estamos protegiendo aquello que nos aterra perder, cuando, en realidad, estamos creando más estrés, inseguridad y estragos mentales alrededor de la situación. Articular tus conversaciones inconscientes te libera de la pesadez emocional que las alimenta.
A menudo, la ira es nuestra defensa contra aquellas personas o cosas que nos hacen sentir vulnerables (un compañero de trabajo, la pareja, unos extraños o incluso los hijos), pero la ira no es el problema. La ira nace del miedo y muchas veces el miedo más grande que tenemos es el no sentirnos amados (en cualquiera de los contextos que esta palabra tiene, por ejemplo: respeto, admiración, confianza, amor propio, etc.). Por esto, la opción más sencilla es dejar tus sentimientos de lado y seguir adelante.
Parte del proceso es sentir las emociones, sentirnos seguros al experimentarlas, aceptarlas, dejarlas fluir y de ahí seguir. Claro, pueden doler y pueden ser intensas, pero al reconocerlas podremos hacer algo con ellas.