Preocuparse es prácticamente inevitable. Ocurre de forma natural como respuesta ante un problema existente o potencial que nos causa ansiedad e incertidumbre. Puede considerarse un mecanismo de defensa que tiene su razón de ser, pero que hay que saber manejar.
Como seres humanos, y desde tiempos ancestrales, hemos tenido que resolver los problemas que se nos presentan. Para ello, recurrimos a las vivencias del pasado que nos han enseñado algo, pero nos inclinamos hacia la rumia, que es darle vueltas a un pensamiento, a una idea, o a un posible problema de manera reflexiva y que involucra el arrepentimiento o la autocrítica, o vemos a futuro, lo que puede ser en sí la preocupación, que genera estrés y malestar si es excesivo.
El poder analizar qué hemos hecho en el pasado para resolver un problema y anticiparnos a lo que puede pasar es lo que muchas veces nos saca delante, como si fueran nuestras herramientas. Sin embargo, el problema de preocuparse comienza cuando se convierte en algo obsesivo y excesivo, donde caemos en una espiral de negatividad, con pensamientos catastróficos que solo nos hacen daño y nos quitan la paz.